Este hecho causa paisajes tan pintorescos como el de la señora parada en diagonal al casino que, desesperada, no para de caminar hacia el centro de la calle del fundador del Banco de la Nación y asoma su cabeza esperando que en el horizonte aparezca el cartel de la línea de ómnibus que espera. Por loco que suene, la mujer nunca se enteró que todos los vehículos estaban pasando a apenas 5 metros de ella. Pero por otra calle. Nadie la advirtió, tampoco. Una cuadra antes, la carpa se erige esbelta a las 8 de la mañana, justo enfrente a lo que hasta hace muy poco era el Hotel Pellegrini. Bajo la gran sombra que se distingue a dos cuadras se divisa un grupo nutrido de personas que, en pequeñas rondas, buscan la manera de amenizar el paso del tiempo. Algunas mujeres se sientan en la vereda o en el zaguán de alguna casa, otros trajeron sus sillones y formaron una ronda para tomar mate en el centro de la calle. Allí no estaba, al menos a simple vista, ninguno de los capitanes de la protesta conocidos por la opinión pública, ni siquiera Stegbañer.
Contra el muro de enfrente, un grupo de jóvenes se refugia atrás del tablón tapado de cajas de pizza y botellas de gaseosa para, con redoblante y bombo en mano, cantar "Clarín decime qué se siente". Sólo ellos se hacen notar: el resto del grupo se mantiene en serena armonía, con la paciencia de quien no tiene al tiempo como enemigo. Pequeños murmullos se desdibujan en el aire a medida que, otra vez, el caminante se aleja de Pellegrini y Carriego para volver a su trabajo.
Tan sólo hace falta caminar dos cuadras para olvidar que hay un corte de calle. Aún así, se lo puede recordar con la misma facilidad: basta con pasar frente a una escuela pública y notarla vacía.